Santísima trinidad
Llueve. Hay una chica esperando a cruzar la calle, a mi
lado, no tiene paraguas. Al verla aún no lo pienso, tardo un poco en reaccionar.
Miro mi propio paraguas y a la chica. Me visualizo cubriéndola con él. ¿Qué
decir? Imagino algunas frases ¿Necesitas que te tape? Imagino respuestas. Una
respuesta. No. Y una mirada desconfiada.
Imagino que es esa clase de adolescente esquiva. Tiene esa edad. Me imagino a
mí misma con su edad. No quería llevar paraguas, no sé por qué en aquel entonces ninguno queríamos. No nos veíamos guapos con él, creo.
No sé si los adolescentes siguen siendo así, pero esta mañana no llovía,
recuerdo, ha empezado hace poco. Seguramente viene del instituto. La lluvia le
ha pillado desprevenida y se está empapando.
Me invade una
profunda tristeza por la chica y por mí. Sobre todo por mí, que ya he decidido
que no haré nada. La vergüenza me paraliza. Un miedo de intensidad
desconcertante a hacer algo fuera de los márgenes. No, ya no lo hare. Podría
haberlo hecho en un primer impulso, pero ya no, he pensado demasiado. Y ser consciente de esta incoherencia de
verdad que duele. Pero apenas un
instante, porque en el mismo momento en el que el semáforo se pone en verde, un ángel con forma de señora con paraguas
cubre a la chica mientras las dos comienzan a cruzar. ¡Gracias! Dice la chica y
cae sobre mí un manto de piedad. Algo se ha restablecido. Ha ocurrido un milagro.
Me parece que a la señora la he mandado yo, al mismo tiempo que creo que la ha
mandado dios. Entonces, yo soy dios, por un breve instante. Lo sé, lo siento. Yo
soy dios y la señora del paraguas y la chica también. Las tres a la vez, cruzando un
paso de cebra.
Comentarios
Publicar un comentario